jueves, 22 de julio de 2010
¿Deconstructivismo urbano y social?
Definir o acotar el concepto país siempre ha resultado difícil y complejo; pues con éste se cruzan otros que sin ser necesariamente sinónimos, lo complementan o terminan de construirlo.
Así pues y en la inteligencia de que, en buena medida, es una entidad eminentemente cultural, en función de la administración de sus recursos y el establecimiento del Estado, habrá que aceptar que un país se construye, se modela; que responde siempre a una visión que identifica al ejercicio del bien común como eje rector para alcanzar los fines más nobles, elevados y convenientes.
Por eso y para efectos de este comentario, diremos que son una serie de condiciones geográficas, históricas y culturales las que determinan el perfilado de un país.
En términos llanos, la reflexión invita a pensar en el país que queremos o debemos construir. La ciudad, concurso de inagotables entidades en constante evolución, resulta el mayor reto edilicio en términos del desarrollo integral de sus habitantes y como proyección protagónica de la identidad de un pueblo entero, con la responsabilidad que ello implica.
Como ciudadanos, debemos desterrar de una vez por todas la violencia desde el ámbito doméstico hasta el natural, ese que sólo se puede concebir en ausencia de la intervención humana (si es que queda alguno exento de nuestra ignominia). En complemento, en el orden y respeto del ámbito urbano debiera reflejarse el ejercicio profesional del arquitecto y sus grupos coordinados.
Sin embargo, recientemente los factores culturales son los más complejos a los que nos enfrentamos cuando intentamos determinar los componentes y soluciones para cualquier propuesta urbanística. Acaso porque partimos de errores fundamentales, tratando de analizar en base a "instantáneas" y no en el continuo espacio-tiempo (que arrastra juntos, factores económicos, políticos, religiosos, de usos y costumbres, y los de carácter eminentemente físico), que nos obligaría a bosquejar soluciones cada vez más complejas y probablemente menos relacionadas con lo que actualmente conocemos como "sentido común".
Los argumentos que tienen al vicio cultural (visto claro, desde la óptica del "genio" o del "artista incomprendido"), como causa única del caos urbano, deben empezar a mutar para no desconocerse como parte de estos fenómenos constructivistas. ¿Acaso debemos asumir que en éstos, podemos leer ya una deconstrucción a la cual tendríamos que responder justa y consecuentemente? ¿Son los retos de la actualidad, dislocaciones conductuales? ¿Debemos ajustarnos a una cohabitación fragmentada, discontinua, no euclidiana? ¿La reconstitución social se hace ya, desde una conciencia cada vez más alejada de la herencia e imposición cultural? ¿Sus manifestaciones se integran a nuestras estructuras "tradicionales" o, por el contrario, son deliberadamente paralelas?
Dejemos entonces de pensar que el caos es la antítesis de nuestro "buen gusto", de nuestro quehacer "puro"; comprendamos a la ciudad como el cúmulos de actividades (con interrelaciones cada vez más complejas, no lineales), que nos acercan, nos distancian, nos confrontan, nos niegan o que le dan sentido a nuestra existencia en un espacio relativamente pequeño y compartido.
Asumamos pues, que en el control del caos (no necesariamente su eliminación como fin), está nuestro reto más grande para acceder a la paz, incluyente por necesidad.
El reflejo en nuestras soluciones, en nuestros diseños; tendrá que ser el reconocimiento de un mosaico cultural más rico que debe incluir como nunca, el factor tiempo dentro de programas administrativos vivos, no abandonados a la suerte de la calle.
Acaso formalmente sea hora de marcar nuestra época considerándonos, por respeto a nuestra inteligencia, como una sociedad que ha pagado con sangre su inalienable tránsito del cultivo de la tradición (postura constructivista), al derribo de ídolos y la reconstitución de sus ideales sobre la misma plataforma (postura deconstructivista).
Quizá las respuestas morfológicas, por más agresivas que resulten, deban tener como característica primordial, que los usuarios finales no tengan más opción que la que mejor les conduzca sin violentar la fragmentación que hacen de sí mismos en el devenir cotidiano.
Un país sin violencia y su posibilidad quizá deban surgir, como célula básica, de la ciudad que rompa con los esquemas que tienden a no aceptarnos e incluirnos a todos, tal como somos.
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