viernes, 7 de octubre de 2011

La paradoja de la arquitectura.

¿De dónde proviene el poder, la magia y el valor general de una obra arquitectónica?
En cualquier caso, las obras arquitectónicas que nos sobrecogen, nos emocionan, que nos sirven haciéndonos crecer al mismo tiempo que nos tocan el espíritu, encuentran su verdad en una paradoja cultural rayana en lo metafísico: existen como arte, en tanto que dejan de existir como objeto real, posible, cotidiano, banal.

Pertenecen entonces, más al mundo de las ideas que al "real", y sin embargo, no existen si no se manifiestan en esta extensión tetradimensional a la que llamamos realidad concreta.
Nos leemos en ellas como especie y encontramos en su belleza y servicio, el reflejo  sublime del potencial sobrehumano que despliegan y que las genera.

Nos identificamos así con el ser humano (o grupo), que las origina y pensamos luego, gracias tal vez a cierta bondad del subconsciente, que la obra y su autoría  podrían pertenecernos.
Esta suerte de empatía no es gratuita: en nuestras semejanzas nos encontramos más creadores que vulgares y estériles parásitos, gracias a la situación específica (espacio-temporal), de  la obra en cuestión.
Todos sabemos que para el análisis metodológico del valor arquitectónico existen instrumentos y procedimientos diversos que nos han llevado, sin embargo, a encontrar las respuestas más importantes no en el objeto mismo, sino en lo más profundo del sujeto. Dicho de otro modo: hemos tenido que tomar la vía larga para llegar nuevamente, al centro de nosotros.
Pero, ¿qué es esto? ¿Un mensaje al interior de nuestras conciencias, de nuestros corazones? ¿La más elevada posibilidad del quehacer cultural como respuesta y eco al quehacer natural? No lo sabemos, mejor dicho: que lo sepa quien prefiera creer, que lo siga investigando quien pretenda conocer; que al final, el punto de partida y el de arribo son el mismo; que el umbral que se cruza está difundido entre lo inasible y lo próximo.
Que lo trasponemos en una dirección o en otra dependiendo de la percepción que adoptemos en torno a su servicio o a su utilidad, respectivamente; acabaremos turbados con su rotunda e implacable verdad propia y al final volveremos a ponderar la grandeza que yace debajo de la abulia, la destrucción ciega, la necedad y la muerte degustando la frivolidad humana a través de su sonrisa descarnada.
Debo decirlo de una manera más clara: después de la expulsión del paraíso queda (también), la arquitectura como medio efectivo para el diálogo con el libro abierto de la Naturaleza.  Nuestras manifestaciones artísticas tendrían que ser, como lo exponía Mathias Goeritz, "oraciones plásticas". Trabajo con la suficiente humildad de sabernos criaturas, pero con el reconocimiento justo de la semejanza creadora. Restablecer un diálogo supremo para dejar de convertir nuestro mundo en el patio trasero de un Reino soslayado.
La creación cultural está llamada a reflejarnos como especie en la más sofisticada de las relaciones con lo natural; cuando adoptemos a la arquitectura como producto de primera necesidad, estaremos dispuestos a destinar lo necesario para que desde el cielo o desde la tierra lo único que se lea y se respire sea respeto, orden, paz.
A estas palabras no las anima el éxtasis estético, están motivadas acaso por  el hartazgo ontológico de una generación que se empeña en construir, individuo por individuo, su propio refugio atómico para morir (de cualquier modo), con la conciencia tranquila de haber hecho algo por sus apremios particulares.
Estas palabras las dicta la sombra que proyecta sobre nuestros días el temor ingente a “lo común”; la arenga global de poseer más y vivir menos. Nuestra valoración vital  se mide ahora en “Gigabytes”; en caballos de potencia. El sentido de la vida lo encontramos en la tecnología “WiFi” y sus múltiples dispositivos. 
¿Podrá la cohabitación humana fijar un interés común que permita su plenitud esencial? No lo sabemos, pero la Arquitectura aparece aquí como una opción para reencontrarnos con nosotros mismos. Para otorgarnos la posibilidad de no desechar nuestras vidas mientras la muerte se maquilla.
Lo que sea necesario: investigación, experimentación, financiamiento; lo que se requiera. El arquitecto es el responsable de conseguir estos satisfactores; que no fama, gloria personal, distinción, estatus.
El arquitecto llevará entonces, el mensaje más diáfano en su obra: quien invierta para vivir, honrará a la vida misma.
Por último, en esta dualidad que conforma la paradoja de la arquitectura, encontramos la consecuencia de transitar de la responsabilidad técnica, tectónica, al sueño de volar: del compromiso ético derivará el estético.